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sábado, 22 de julio de 2017

La emergencia invisible



Hasta el año 1995 el ictus era una enfermedad olvidada, una afección sin tratamiento que parecía casi privativa de los ancianos. Los esfuerzos de un puñado de grandes neurólogos por avanzar en el terreno terapéutico habían fracasado. Sin embargo, aquel año se publicó un ensayo clínico llamado a cambiar para siempre la historia de esta enfermedad. Un estudio multicéntrico realizado en los Estados Unidos demostró que la aplicación del fármaco activador tisular del plasminógeno dentro de las tres primeras horas de evolución de la enfermedad podía mejorar significativamente el pronóstico de los pacientes tratados. El beneficio neto no era enorme, pero era un primer paso, que permitió cambiar la forma en que los neurólogos se aproximaban al ictus. El foco pasó a estar en las primeras horas de evolución de la enfermedad, pues era en este segmento de tiempo donde el cerebro podía sucumbir o salvarse. La observación proporcionó datos nuevos, y los datos condujeron a ampliar la base de conocimiento y a buscar nuevas opciones terapéuticas. A lo largo de los veinte años siguientes hubo dudas (de hecho aún no completamente superadas) y titubeos, los estudios americanos se replicaron en Europa, la ventana terapéutica original se amplió de tres horas a cuatro horas y media, y el pronóstico global de los pacientes con ictus isquémico mejoró discretamente. En paralelo, llegaron innovaciones tecnológicas, como las técnicas avanzadas de neuroimagen, que buscaban definir el estado de las arterias y del tejido cerebral en tiempo real, abriendo la puerta a la toma de decisiones individualizadas para cada paciente.

Hace diez años comenzamos a preguntarnos qué podría aportar la neurorradiología intervencionista al tratamiento del ictus isquémico. ¿Podrían las técnicas que ocluían aneurismas cerebrales a través de catéteres usarse para extraer los trombos y restaurar la perfusión cerebral de pacientes con ictus isquémicos agudos? La respuesta a esta pregunta tardó en llegar, pero lo hizo. Y, para regocijo de todos, fue un sonoro sí.

Entre tanto, la epidemiología del ictus definía nítidamente a la enfermedad como un auténtico problema de salud pública. No sólo es la segunda causa de muerte en la población española; también es la principal causa de discapacidad en la edad adulta, y la segunda causa de demencia. Y la situación es aún peor si consideramos ciertas peculiaridades de su evolución a lo largo de los últimos años: su incidencia en los segmentos juveniles de edad ha aumentado en torno a un 40% por motivos que no somos capaces de explicar (los malos hábitos, dicen).

En el año 2015, coincidiendo con el vigésimo aniversario del estudio NINDS, se publicaron toda una serie de estudios, que dieron carta de naturaleza al que, probablemente, sea uno de los mayores avances médicos de nuestro tiempo. La posibilidad de utilizar catéteres y stents extractores para recanalizar las arterias obstruidas se revelaba real y extremadamente eficaz. Quedaba así demostrado, fuera de toda duda y con un beneficio pocas veces visto en otras intervenciones médicas, que la aplicación de las técnicas endovasculares en el tratamiento del ictus agudo podía cambiar dramáticamente el pronóstico del mismo. Pacientes con obstrucciones en las grandes arterias del cuello o del cerebro, condenados hasta hacía muy poco tiempo a la muerte o a una discapacidad severa, recobraban tras una urgente intervención endovascular el flujo sanguíneo y, con él, la posibilidad de retomar su vida. El impacto en la comunidad de neurólogos y neurorradiólogos fue notable. Los congresos de ese año, y los que vinieron después, se han dedicado en gran medida a analizar las implicaciones de esos resultados. Pero eso no basta.

Disponer de un avance no equivale a hacerlo accesible a los ciudadanos. Se calcula que algo más del 30% de los pacientes con ictus presentan una obstrucción de gran arteria, susceptible potencialmente de ser recanalizada con una elevada eficacia por los citados métodos intervencionistas. Si en España se producen cada año alrededor de 120.000 ictus, es previsible que en torno a 40.000 pacientes presenten obstrucciones de gran arteria y, si bien sólo una fracción de ellos podrá beneficiarse de estos tratamientos, es necesario arbitrar un sistema de evaluación que permita decidir la estrategia más apropiada en cada caso. No hay que olvidar, por otro lado, que la eficacia de la intervención es tiempo-dependiente. Es decir, cuanto más tardemos en recobrar el flujo arterial, menos posibilidades tendremos de que el paciente se recupere. Y ¿qué podemos esperar, en la práctica, de estos tratamientos? Que más del 50% de los pacientes que se someten a ellos alcancen una total independencia funcional a los tres meses, algo impensable hace tan sólo unos pocos años.

Y ahora vienen las preguntas incómodas: ¿Tenemos el suficiente número de expertos para poder asumir una carga de esta magnitud? ¿Tenemos el suficiente número de puntos de atención para poder dar asistencia a toda nuestra población? ¿Tenemos una organización territorial de la asistencia al ictus que permita a los ciudadanos beneficiarse de estos tratamientos en condiciones de equidad? ¿Hemos actualizado nuestros protocolos de acuerdo con la nueva evidencia disponible? Si la respuesta es no, y en gran parte lo es, entonces nos encontramos ante lo que Hopkins y Holmes, en un reciente artículo en la revista Circulation, no dudan en calificar como una Urgencia de Salud Pública.

El artículo en cuestión, publicado en la sección "Perspective" de la revista, reflexiona específicamente sobre la situación en los Estados Unidos y constituye un auténtico aldabonazo en la puerta de nuestra ligereza, un puñetazo en la mesa de nuestra zona de confort que no nos debe dejar indiferentes.



Pero ¿estamos o no estamos indiferentes? Hay veces que la historia pasa por nuestro lado y no nos percatamos (¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue terminada la Muralla China?, se preguntaba Bertolt Brecht). Otras veces nos venden como históricos hechos absolutamente banales: partidos del siglo, hombres del año, objetivos del milenio, se abarrotan en los abismos del olvido. Nada de esto es extraño en un tiempo en que la propaganda sustituye a la información, la mentira travestida de post-verdad a la verdad, la infoxicación a la reflexión.

Lo cierto es que, como profesionales, tenemos una responsabilidad histórica que debemos asumir. No estamos reclamando lo que en justicia es necesario: un plan estratégico nacional que garantice a todos los ciudadanos el acceso a un tratamiento que, potencialmente, cambiará sus perspectivas de recobrar una buena vida; una dotación suficiente de recursos materiales y humanos con una distribución geográfica racional; un plan formativo que permita asumir los retos de esta nueva situación. Es nuestro deber hacerlo, porque el saber implica una responsabilidad y quien no sabe, nada puede reclamar. Según datos de la Sociedad Española de Neurología, la atención al ictus agudo en nuestro país es desigual y dista mucho de ser óptima, datos que han sido corroborados por análisis regionales como el muy revelador informe Fiscalización del Plan Andaluz de Atención al Ictus (2011-2014) publicado por la Cámara de Cuentas de Andalucía. Y, además, el tiempo pasa y, como es bien sabido, cada seis minutos se produce un nuevo ictus en nuestro país, que precisa de la mejor atención.

Es preciso que el gobierno (central) y los gobiernos (autonómicos) tomen cartas en el asunto sin más dilación y es necesario que las sociedades científicas y las asociaciones de pacientes, que deberían estar luchando por el derecho de la población a una atención adecuada en este terreno, asuman su necesario papel reivindicativo. No hay tiempo que perder.





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